¿Qué sucede con los adolescentes de hoy y sus familias? ¿Cuál es el lugar que ocupan dentro de ellas? ¿Cómo ejercen los padres su rol en el contexto actual?
Desde nuestra práctica como terapeutas familiares observamos con preocupación que se ocultan determinadas problemáticas, precisamente en el espacio terapéutico, un espacio que se supone debería ser develador y en el que precisamente la palabra, el diálogo, el encuentro, deberían permitir el posicionarnos desde el poder que tenemos para actuar positivamente sobre nuestras circunstancias.
En este sentido, la familia de hoy se ve enfrentada a resolver situaciones ante las cuales, cada vez más, se siente impotente para transformarlas o para operar sobre ellas. Realizando un recorrido sobre nuestra cotidianeidad , escuchamos dificultades en la puesta de límites, con las conductas antisociales, con las adicciones, etc. ¿Qué nos ha ido pasando? ¿Cómo explicamos este debilitamiento gradual y progresivo de las funciones parentales, más específicamente las normativas o de educación?.
La primera reflexión que surge ante estas preguntas, gira en torno a nuestra capacidad de operar o transformar nuestro medio, nuestras circunstancias. Partimos de la base de que lo primero que se necesita cuando se quiere intervenir sobre determinada situación, conflicto ó problema, es poder reconocerlo/a, definirlo/a claramente, verlo/a en todas sus dimensiones. Estamos hablando de la capacidad de definir nuestra realidad en función de lo que “es”, no de lo que “tiene que ser”, ni de lo que “debe ser”, sino de lo que “es”, de lo que nos pasa, tal cual nos pasa. Esto parece sencillo pero cuando se refiere a determinados temas vemos que nos ocurren situaciones paradójicas. Detengámonos por ejemplo ante lo que sucede frente a temas como la sexualidad, las adicciones, etc., en el seno de distintos ámbitos de nuestras vidas (familiar, laboral, de amistades). Verdaderamente hoy por hoy pareciera ser que se ha logrado que se hable de estos temas (sexualidad, consumo de sustancias) con mayor frecuencia, habiendo alcanzado la comprensión (con ya suficiente sufrimiento de por medio) sobre que “lo que se calla nos enferma, nos debilita”, o en otro sentido “lo que no se recuerda se repite”, ó “lo que no se puede decir se actúa”; es así, que la educación sexual forma parte de la mayoría de los diseños curriculares desde el nivel inicial.
Consecuentemente con este avance podemos establecer que en nuestra cultura mayoritariamente está establecido que el hablar de sexualidad con nuestros hijos es “bueno”, que es malo callar; que, para la mayoría de las religiones, para el perdón de las faltas/pecados, es necesaria una confesión previa de los mismos. Pero entonces ¿qué es lo que nos pasa que habiendo alcanzado este gran logro, pareciera que el resultado es contrario a lo esperado? ¿Por qué observamos mayor emergencia de problemas en el desarrollo de la sexualidad, de apariciones de problemas con sustancias, dificultades en el control de impulsos, etc.? Es aquí donde asociamos una cosa con la otra, es decir: es cierto que estamos hablando más de la sexualidad, de las adicciones, pero en general hablamos de “lo que tiene que ser”, de “lo que debe ser”, de lo que es bueno, del modelo ideal en el cuál se deben desarrollar estos temas. Pero a la hora de enfrentarnos con lo que “es”, se nos dificulta bastante más el diálogo. Ó sea: no sólo decimos que frecuentemente en casa podemos hablar de lo que “debe” ser el desarrollo saludable de la sexualidad, sino que también podemos hablar de lo malo que le pasa al otro, o un poco más cerca podemos hablar de lo malo que nos pasa a nosotros o algunos de los nuestros, pero por estar con esos “otros” malos.
Poder hablar de lo que “es”, de “lo que nos pasa”, implica la capacidad de hablar de nosotros mismos con la aceptación de lo bueno y lo malo (aceptación que no significa justificación, sino más bien reconocimiento de nuestra humanidad), sin incurrir en el error de definir la totalidad del ser por una parte de él, reconocida como mala. Pongamos un ejemplo: a un estudiante universitario de óptimo rendimiento académico, con una relación de pareja estable, deportista, con una familia de origen bien constituida, y que fuma marihuana todos los fines de semana, un gran sector de nuestra comunidad concordaría en afirmar que este muchacho tiene un problema con el consumo de sustancias psicoactivas, y otro gran sector no dudaría en afirmar que estamos frente a un adicto, cuya familia es altamente abandónica
y poco continente. Es decir que frente a la aceptación de una disfuncionalidad en una parte de nuestro ser, se define nuestra totalidad únicamente a través de ella, generando la inclusión del sujeto dentro de grupos fenoménicos (en este ejemplo: de adictos), y la consecuente asignación de todas las características del grupo a este sujeto particular.
Definida en estos términos nuestra realidad, vemos que no es propicia para el surgimiento del diálogo acerca de nuestras partes disfuncionales, malas; si éstas son reconocidas generalmente lo son en el afuera y no en el adentro.
Comprendemos entonces la enorme distancia que vemos que existe entre el mundo vivenciado por nuestros adolescentes en su medio, y el que se dice que se vive en el ámbito familiar.
Resumiendo: creemos que tenemos una gran dificultad para hablar de lo que nos pasa integralmente, con la aceptación de lo bueno y lo malo, y que esto ocasiona una incapacidad para aceptar muchas veces nuestra realidad, lo que significa consecuentemente un debilitamiento en nuestra capacidad de transformarla, generando un círculo vicioso, en el que se perpetúan nuestras disfuncionalidades.
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